"Los seres humanos siempre hemos querido saber qué es la verdad, pero de un tiempo a esta parte nos preguntamos, más bien inquietos y desconcertados, dónde está la verdad. A menudo creemos intuirla en el aspecto de las cosas, en aquello que nos hemos acostumbrado a denominar realidad. Tradicionalmente hemos creído que una especie de consenso armonizaba las relaciones entre la realidad, nuestro pensamiento y nuestro lenguaje, de manera que el acuerdo entre estas instancias garantizaría la verdad.
Hoy, sin embargo, una cuestión se impone con urgencia: ¿cuál sería la realidad que garantiza nuestros juicios? En una época como la nuestra, donde la esencia de la realidad es la disgregación, parece que se impone la pluralidad de concepciones. La realidad ya no es algo monolítico presente a nuestra mirada, sino que se descompone caleidoscópicamente en múltiples realidades, pensamientos y palabras que reclaman todos su lugar en la verdad.
Y es precisamente la legitimidad lo que nos preocupa, porque, a la hora de definir sus parámetros, nos amenazan continuamente dos peligros inexcusables por igual: el pesimismo nostálgico y el optimismo ingenuo. En electo, el hombre moderno, con una mirada perpleja ante la realidad huidiza, siente que pierde pie en la verdad y se aferra a una cosmovisión que lo ancla en "su" mundo. Sin embargo, ya no podemos ceder a la tentación de buscar refugio en una veritas aurea porque estamos advertidos del peligro que el exceso de sistematicidad y dogmatismo imponen a nuestro pensamiento. Ahora bien, ¿estamos igualmente advertidos del peligro que comporta la continua disolución de la realidad en la fugaz multiplicidad de cosas, ideas y palabras? Los promotores de la modernidad alzan optimistas cantos de sirena en pro de la libertad de creación de infinitos mundos posibles. Nunca como ahora habíamos disfrutado de tanto conocimiento ni de tanta información, incluso de la posibilidad de construir y vivir en mundos a la medida de nuestras necesidades, deseos e ilusiones. Pero en esta apología moderna, según la cual todo es verdad porque todo es real, nos sentimos amenazados por la falta de sentido, creemos ahogarnos en la dispersión del pensar y del decir. En esta situación, ¿debemos afirmar que todas las realidades y opiniones merecen el mismo grado de credibilidad? Parece que el descrédito de la realidad ha comportado, de forma lenta pero inexorable, el descrédito del pensamiento y de la palabra. En el gran bazar que hoy es la realidad, la opinión impera como verdad, de tal manera que el criterio de la cantidad consensúa un modo de verdad que podríamos denominar estadística. La realidad se convierte en mercadotecnia y la palabra, en logotecnia: el lenguaje se pretende aséptico, y las opiniones no se comprometen a nada porque su valor es tan efímero como la realidad que las fundamenta. De todo ello padecemos las consecuencias éticas: el abuso de determinadas palabras (solidaridad, justicia, paz, verdad...) intoxica nuestro oído y acaba por desvirtuar su sentido.
Opiniones sin fundamento
Esta situación que hemos descrito no es otra que la vieja cuestión del relativismo. Sabemos que la filosofía nace, de la mano de Sócrates, precisamente en clara oposición a este modo disperso de pensar y de decir que pervierte la verdad, y que el propio Aristóteles no duda en calificar de "vegetales" a los viejos maestros relativistas. Así, quienes hacen depender su pensamiento de la constante fluctuación de imágenes sensibles deben admitir la disparidad de opiniones sobre la realidad y dotar a todos los discursos del mismo valor de verdad. Pero en esto mismo radica su propia destrucción, porque el que dice que todas las opiniones son verdaderas, por fuerza deberá aceptar que todas son también, paradójicamente, igual de falsas. En esta pura equivocidad, las palabras dejan de tener sentido y los discursos pierden su credibilidad y son el "hablar por hablar" de las opiniones sin fundamento. Esta enfermedad de la palabrería sólo puede curarse cuando se reconoce, como decía Aristóteles, que hay un "logos" en la voz, que las palabras deben tener un sentido y manifestar una verdad.
Y ¿cómo saber si una palabra tiene "logos" cuando el recurso a la realidad es hoy más bien inseguro? ¿Dónde debe buscarse la legitimidad de la palabra en ausencia de discursos normativos? Deberemos detenernos en el "tiempo del pensar" porque al hombre le urge intuir un camino por donde orientarse entre tanta palabrería. Huérfanos de realidad absoluta, sólo la reflexión pausada -con uno mismo y con los otros- se ofrece como un posible antídoto al perpetuum mobile de la opinión. Heidegger dijo que la meditación reclama "serenidad". Sólo en la serenidad de un pensar que se da tiempo y se hace en el tiempo podemos encontrar la autenticidad, una meditación que huye tanto de la erudición indiferente corno de la palabrería inconsistente. Pero esta meditación parece enemiga de la modernidad. El mundo moderno es apresurado y falto de memoria.
El descrédito de la palabra
Así, pues, la desmemoria colectiva y la mirada apresurada hacia el futuro constituyen la cara y la cruz del mismo fenómeno, aquel que viene marcado por el descrédito de la palabra y la paralela mitificación de las imágenes. La modernidad ha encontrado, en el ámbito de la pura visualidad inmediata, un refugio a aquella perversión de la palabra. Pero este refugio produce un efecto doblemente devastador. Por un lado, la realidad deviene meteórica sucesión de imágenes que no llega a arraigar en la memoria porque no da tiempo a pensar. Por otro, la escasa credibilidad de la palabra "dicha" se ha extendido también a la palabra "escrita", al legado que constituye nuestra tradición y que permite reconocernos en el tiempo de nuestra historia. Según esto, la actual devaluación de la lectura no es un hecho casual, sino el fruto más evidente del desinterés que sentimos por la meditación. De este modo, la sombra de la desmemoria planea por encima de nosotros con la forma del desarraigo. Y es que recordar ("fer memoria"), nos dicen, es un acto obsoleto que atenta contra la libertad del hombre moderno, ese Prometeo siempre renovado y desprendido del peso del pasado.
Perseguir volátiles
Como si no tuviera memoria ni historia, la modernidad pretende vivir fuera del tiempo, y el poco aprecio que sentimos por el pasado es hoy correlativo a nuestra obsesión por el futuro. Esta mirada alienada hacia el futuro promueve como consigna que es preciso desprenderse del pasado, caminar con prisas hacia el futuro y, sobretodo, no mirar atrás bajo amenaza de ser con vertido en estatua de sal. Pero la tenaza de la desmemoria tiene en la prisa su confirmación más rotunda. Tenemos prisa por hacer, decir y pensar, porque la realidad misma cambia muy deprisa. Este parece ser el aspecto esencial de la realidad: convertirse en pura actualidad, noticia fugaz, acto de un día que es preciso digerir rápidamente. No debería extrañarnos que el paradigma de pensador actual sea el contertulio, que se entretiene conversando y que está dotado de la admirable capacidad de forjar con prisas la opinión del día. La tertulia ocupa por fin el lugar de la filosofía, y la opinión, el de la verdad.
Consciente de esta usurpación, la filosofía tiene una responsabilidad: reclamar un tiempo para pensar, un tiempo que resista a la tentación del pasatiempo de opinar. A ella le corresponde recordar que, ante el griterío de las opiniones, se alza un discurso a menudo silencioso; que, ante la urgente toma de posición y el exabrupto más o menos inteligente, es precisa la lentitud de la reflexión; que, ante el simulacro de verdad, debe buscarse la autenticidad del saber, aquel que surge de la meditación y de la vida, y, finalmente, que la actualidad del presente sólo tiene sentido bajo la mirada de la historia, iluminada por el "logos" del tiempo. Esta palabra de la filosofía se inspira en la convicción de que es preciso demorarnos en el tiempo que exigen las cuestiones que han interesado siempre. De otro modo, corremos el riesgo de que la búsqueda de la verdad se convierta en el absurdo de "perseguir volátiles", es decir, en una "volada de coloms"."
Emília Olivé
(professora de filosofia; publicat a La Vanguardia del 27.12.1994)
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