Cézanne 1887 |
"Escuché con atención. Estaba sentado con la espalda con tra el costado rocoso del cerro. Experimentaba un entumecimiento leve. Don Juan me advirtió que no cerrara los ojos. Empecé a escuchar y pude discernir silbidos de pájaro, el viento agitando las hojas, zumbido de insectos. Al colocar mi atención unitaria en esos sonidos, pude distinguir cuatro tipos diferentes de silbidos. Podía diferenciar las velocidades del viento, en términos de lento o rápido; también oía el distinto crujir de tres tipos de hojas. Los zumbidos de los insectos eran asombrosos. Había tantos que no me era posible contarlos ni diferenciarlos correctamente. Me hallaba sumergido en un extraño mundo sonoro, como nunca en mi vida. (...) Los sonidos recobraron prominencia. No era tanto que yo quisiese oírlos; más bien, tenían un modo de forzarme a concentrarme en ellos. El viento sacudía las hojas. El viento llegaba por encima de los árboles y luego caía en el valle donde estábamos. Al caer, tocaba primero las hojas de los árboles altos; hacían un sonido peculiar que me pareció rico, rasposo, exuberante. Luego él viento daba contra los arbustos, cuyas hojas sonaban como una multitud de cosas pequeñas; era un sonido casi melodioso, muy absor bente e impositivo; parecía capaz de ahogar todo lo otro. Me resultó desagradable. Me sentí apenado porque se me ocurrió que yo era como el crujir de los arbustos, regañón y exigente. El sonido era tan semejante a mí que yo lo odiaba. Luego oí al viento rodar en el suelo. No era un crepitar sino más bien un silbido, casi un timbrar agudo o un zumbido llano. Escuchando los sonidos que hacía el viento, advertí que los tres ocurrían al mismo tiempo. Estaba pen sando cómo fui capaz de aislarlos, cuando de nuevo me di cuenta del silbar de pájaros y el zumbar de insectos. En cierto instante, sin embargo, sólo había los sonidos del viento, pero al siguiente, otros sonidos brotaron en gigantesco fluir a mi campo de atención. Lógicamente, todos los sonidos existentes deben haberse emitido de continuo durante el tiempo en que yo sólo oía el viento. No podía contar todos los silbidos de pájaros o zumbidos de insectos, pero me hallaba convencido de que estaba es cuchando cada sonido individual en el momento en que se producía. Juntos creaban un orden de lo más extraordinario. No puedo llamarlo otra cosa que "orden". Era un orden de sonidos que tenía un diseño; es decir, cada sonido ocurría en secuencia. Entonces oí un peculiar lamento prolongado. Me hizo temblar. Todos los otros ruidos cesaron un instante, y hubo completo silencio mientras la reverberación del gemido alcanzaba los límites extremos del valle; después recomenzaron los ruidos. De inmediato capté su diseño. Tras es cuchar con atención un momento, creí entender la recomendación que don Juan me hizo de buscar agujeros entre los sonidos. ¡El diseño de los ruidos contenía espacios entre un sonido y otro! Por ejemplo, los cantos de ciertos pájaros tenían su tiempo y sus pausas, y de igual manera todos los demás sonidos que yo percibía. El crujir de las hojas era la goma que los unificaba en un zumbido homogéneo. El hecho era que el tiempo de cada sonido formaba una unidad en la pauta sonora general. Así, los espacios o pausas entre sonidos eran, si uno se fijaba, hoyos en una estructura. Oí nuevamente el penetrante lamento del cazador de espíritus. No me sacudió, pero los sonidos volvieron a cesar un instante y percibí tal cesación como un agujero, un hoyo muy grande. En ese preciso momento mi atención se trasladó del oído a la vista. Me hallaba mirando un conglomerado de cerros con lujuriante vegetación verde. La silueta de los cerros estaba dispuesta de tal manera que desde mi posición se veía un agujero en una de las laderas. Era un espacio entre dos cerros, y a través de él me era visible el tinte profundo, gris oscuro, de las montañas distantes. Por un momento no supe qué cosa era. Fue como si el agujero que miraba fuese el "hoyo" en el sonido. Luego volvieron los ruidos, pero persistió la imagen visual del enorme agujero. Un momento después, cobré una conciencia todavía más aguda de la pauta sonora, de su orden y la disposición de sus pausas. Mi mente era capaz de discernir y discriminar un número enorme de sonidos individuales. Me era posible seguir todos los sonidos; así, cada pausa era un hoyo definido. En un momento dado las pausas cristalizaron en mi mente y formaron una especie de malla sólida, una estructura. Yo no la veía ni la oía. La sentía con alguna parte desconocida de mí mismo. Don Juan tocó su cuerda una vez más; los sonidos cesaron como antes, creando un enorme agujero en la estructura sonora. Esta vez, sin embargo, la gran pausa se confundió con el agujero en las colinas que yo estaba mirando; ambos se sobreimpusieron. El efecto de percibir los dos agujeros duró tanto tiempo que pude ver-oír cómo sus contornos encajaban mutuamente. Luego volvieron a empezar los otros sonidos y su estructura de pausas se convirtió en una percepción extraordinaria, casi visual. Empecé a ver cómo los sonidos creaban diseños y luego todos esos dise ños se sobreimpusieron al medio ambiente de la misma manera en que percibí la superposición de los dos grandes agujeros. Yo no miraba ni oía como suelo hacerlo. Hacía algo que era enteramente distinto pero combinaba facetas de ambos procesos. Por algún motivo, mi atención se enfocaba en el gran hoyo en los cerros. Sentía estarlo oyendo y mirando al mismo tiempo. Algo había en él de reclamo. Dominaba mi campo de percepción, y cada pauta sonora aislada, correspondiente a un detalle del entorno, tenía su gozne en aquel agujero."
Carlos Castaneda, Una realidad aparte, cap. XV, p. 255-259
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