dimarts, 2 de maig del 2017

Quatre articles







A finals dels anys vuitanta, Alberto Díaz Rueda, que era redactor de La Vanguardia, va publicar en aquest diari quatre articles que ens van resultar significatius:


Camino iniciático (21.08.1989)

Mientras que en Oriente la tradición humanística, religiosa y filosófica tiende desde antiguo a la búsqueda de una transformación interna del hombre que le acerque a lo Absoluto y ha aportado una serie de técnicas conducentes a dicho fin, en Occidente siempre se ha mantenido esa tendencia espiritual confinada en los límites de la religión y el misticismo o de minorías culturales, religiosas y científicas como alquimistas, rosacruces, templarios, masones y otros, rodeados de un ambiente de secreto y esoterismo que, de alguna forma, les ha alejado del interés del común de las personas o ha atraído un tipo de interés popular ciertamente morboso. Tanto la medicina occidental como la psicología, cerradas en su racionalismo, calificaron de insostenible mistificación esas prácticas y, lo que es peor, esos fines. Sin embargo, prácticamente desde principios de este siglo, la ósmosis cultural entre Oriente y Occidente, ha provocado un interés creciente hacia esas técnicas, conocimientos y fines y, lo que es más importante, se han constituido los fundamentos de una nueva ciencia que se apoya sobre principios empíricos y que tiene a la persona y su desarrollo integral y armónico como objetivo, en busca de una madurez espiritual y física que redundará en un ser más equilibrado.

Diferentes ramales y técnicas de la psicología contemporánea, desde la transpersonal de Maslow y otros, hasta el análisis transaccional, el psicoanálisis -pienso en las aportaciones de Jung, por ejemplo- o la psicoterapia de grupo están apoyando el resurgir de una nueva conciencia en el hombre occidental, una transformación que le acerque a un tipo de experiencias trascendentales que además de no alejarle de la realidad actual, tiene una influencia sumamente saludable sobre la existencia concreta, sobre la vida social o las relaciones laborales. La idea del camino iniciático, tomada como una verdadera aventura espiritual del hombre de hoy, que se abre a aquello que los cristianos llaman “gracia“y los antiguos llamaron el “regalo de los dioses”, se basa en una psicoterapia que puede curar la angustia del hombre, hacerle conocer la libertad propia de su ser y liberarle de los sentimientos de inferioridad y de culpa, encontrar, en suma, su verdad profunda. Una verdad que ha quedado escondida por la neurosis provocada por las rígidas exigencias de rendimiento social, comportamiento moral, defectuosa educación y malestares físicos y psíquicos generados por el divorcio entre el hombre y la Naturaleza (la propia o corporal y la ambiental).

La fuerza intrínseca de ese camino, de esa terapia. estriba en el reconocimiento de la naturaleza metafísica del ser esencial -que toma diferentes nombres según la raíz cultural de quien lo nombre: Dios, principio inmanente, energía primaria- que aspira a manifestarse en el yo verdadero de cada persona. En la medida en que podamos tomar conciencia de esas fuerzas enterradas en el fondo de nuestro ser, nos abrimos a una nueva dimensión, llena de posibilidades trascendentales y accedemos a un tipo de ser humano como totalidad. Y para ello, es importante señalarlo, el camino iniciático no se encierra en fenómenos de orden religioso o especulaciones metafísicas, sino en experiencias verificables en la medida de que responden a un mecanismo de maduración personal que se puede sistematizar y enseñar.

En estos momentos en los que ya triunfa un nuevo paradigma científico (que no está muy lejano a ciertas ideas sobre la naturaleza de la realidad en la tradición oriental) tal vez ha llegado la hora de que se produzca la única revolución verdadera que existe: la del ser humano como ente espiritual."



Meditación (23.12.1989)

La meditación a está de moda en Occidente, aunque nunca ha dejado de ser una técnica de acceso a estados de espiritualidad en cualquiera de las religiones del planeta, adoptando numerosas formas, estructuras teóricas o prácticas y finalidades singulares que suelen apuntar, en definitiva, a la misma dirección. Ya sea llamada contemplación, como los místicos cristianos, o concentración, como en algunos sistemas espirituales de Oriente (aunque, en esencia, estas tres técnicas no son sinónimas, sino acaso complementarias). Proliferan los métodos de meditación y tal vez en nuestra época asistamos a algo importante, esencial para el ser humano: una síntesis de la espiritualidad de Oriente y Occidente que nos demuestre que la meditación, en cualquiera de sus formas, no es más que uno de los aspectos de una realidad superior, un camino de acceso a una actitud humana correcta. El descubrimiento, en suma, de que tal vez la meditación no es más que una forma intensa y lúcida de vivir, de enfrentarse a la realidad.

Ciertas técnicas como las del budismo tantra tibetano recurren a imágenes para concentrar la atención del meditador; el mismo Buda Gautama sugería que el individuo se concentrara tan sólo en el acto de respirar, el paso del aire por las fosas nasales; otros recomiendan determinadas músicas o formas visuales (como los mandalas); hay quienes preconizan la inacción total o determinadas acciones o rituales; algunos sugieren una total indiferencia hacia los sentidos, la búsqueda de la nada y el silencio interior o, por el contrario, quienes sugieren estados emocionales específicos, como la compasión, el amor o el servicio desinteresado a los demás.

Más allá de cualquiera de estas formas dice Claudio Naranjo, en su obra “Psicología de la meditación”, que hay una unidad que subyace en el fondo: la actitud adecuada del meditador. Por ello, la técnica de meditar no deja de ser algo adjetivo. Lo que importa, en definitiva, es el modo con el que el meditador afronta su tarea de concentración. Y es que, en eso, todas las religiones están de acuerdo, la meditación es el ejercicio simplificado y en condiciones especiales de un determinado estado de ser, de una actitud vital espiritual de la que el acto de meditar no es más que una expresión.

La actitud del meditador es, pues, el objetivo por lograr tanto como el medio para conseguirlo, es un proceso y al tiempo un contenido. Hay que lograr la quietud de la mente y, en algunos momentos, la del cuerpo. No importa en qué fijemos nuestra atención, imagen, oración, mantra, sentimiento... importa que  detengamos el tráfago incesante y  aturdidor de nuestra mente. Los símbolos que podamos utilizar son sólo una técnica, ya sea la cruz, el loto, la estrella de David, un mantra budista, una letanía cristiana o un canto sufí. En este sentido último, la meditación como camino de crecimiento interior, como vía de acceso espiritual, como expresión circunstancial de un anhelo religioso constante y permanente, debe ser respetada y auspiciada por cuantos trabajan para el mejoramiento espiritual del ser humano, sea cual fuere su credo o su iglesia. Al tiempo, es preciso a mi entender, acercarse a la meditación, en cualquiera de sus formas, con ideas claras -y asesoramiento si es posible- a fin de evitar las grandes trampas -internas y externas- que acechan al meditador neófito y bien intencionado. Demasiada sectas negativas y “empresas espirituales” dueñas de florecientes técnicas comerciales suelen estar emboscadas en el apetecible mundo del crecimiento interior.



"Hara" (31.01.1990)

Carlos Castaneda es un antropólogo de posible origen hispano aunque escriba en inglés y excepto una entrevista concedida al “Time Magazine” en 1972 no se conoce nada más de su persona. Sus obras, desde “Las enseñanzas de don Juan” en 1974 hasta las dos últimas surgidas en los ochenta, han conocido un éxito de ventas fulgurante. En ellas Castaneda, como dijo Octavio Paz, ha logrado “la venganza del brujo sobre el antropólogo hasta convertirio en hechicero”. Las enseñanzas mágicas del brujo yanqui de Sonora, don Juan, introducen a su alumno -y al lector- en el camino de la sabiduría secreta que hace del sujeto “un hombre de conocimiento”, un hombre en armonía con la naturaleza. Los japoneses llaman “hara” al punto donde la energía personal toma contacto con la fuente inextinguible de la energía del cosmos o “mana” (poder sagrado) como lo llamó Durckheim (quien, por cierto, tiene un volumen dedicado al “hara”).

Las “enseñanzas” antropológico-mágicas de Castaneda han vuelto a mi memoria a causa de ciertas lecturas y estudios que sobre técnicas de meditación budistas, tibetanas y de zen estoy realizando. En ellas he encontrado múltiples referencias a ese centro energético -evidentemente no reconocido por la fisiología y la ciencia del hombre en Occidente-, el “hara”, que se encuentra un par de dedos debajo del ombligo, y donde radica la fuente de la armonía físico-psíquica del hombre. Pues bien, ese punto energético-espiritual vital es recogido por las enseñanzas esotéricas avanzadas de los indios en el sur de Estados Unidos y en México y Centroamérica. En algunos de sus libros, Castaneda menciona -y utiliza- ese punto no sólo para conectar con “la otra realidad” que nos rodea, sino para entablar relación -positiva o negativa, de agresión- con otros brujos y otras personas.

Para mí ha resultado sumamente sorprendente (y revelador) el que culturas esotéricas, espirituales o religiosas tan alejadas geográficamente, con escasos contactos entre sí, reconozcan y trabajen sobre un punto considerado mítico por Occidente. El sincretismo observable en casi to das las experiencias de base espiritual o psíquica en torno a algunos puntos concretos (pienso ahora en las llamadas experiencias místicas o, por otro lado, en las tradiciones médicas orientales que recientemente están reconociéndose en Occidente) resulta ser una cuestión digna de estudio y de reflexión.

Es evidente que una de las misiones de la cultura consiste en la elaboración de significados-raíces: núcleos significantes, fundamentos sobre los que la mente descansa y construye sus propias estructuras de conocimiento de la realidad. Estos significados-raíces adoptan la forma de un ritual determinado o una expresión artística, de filosofía y de mitos o leyendas, de ciencia o tecnología y, por supuesto, de lenguaje. El “hara”, núcleo energético de la fuerza profunda del hombre, es un concepto coincidente en muchas culturas. Uno desea que pronto lleguen los días en que este tipo de conceptos enraizados en lo humano, en lo humano que aspira a lo Supremo, sean como mínimo respetados, y después estudiados y asimilados.



Shibumi (08.3.1990)

El artista occidental se dirige con su obra a la inteligencia o a los sentimientos del espectador. El artista oriental, ya sea del Tao o budista o practicante de zen, lanza su obra hacia la sensibilidad, la intuición del espectador. I shin den shin. De mi espíritu a tu espíritu, de mi corazón a tu corazón. No hay intermediarios, no ha de intervenir la inteligencia, el razonamiento o las explicaciones. No hay nada que explicar, nada que explicitar. Más allá del pensamiento. Hishiryo, pensar sin pensar.

Es preferible no utilizar las palabras, sino establecer un vínculo que une la sensibilidad más profunda del espectador con la del artista. El arte conmueve la mente más allá del pensamiento lógico. Si hay que explicar la obra, ésta se aleja, se desnaturaliza, se contamina. No hay nada que explicar, como con los buenos “gags” o las buenas intuiciones, uno se “queda” con ellos. Las palabras sobran. No hay artificiosidad. La sencillez es la primera regla.

La caligrafía zen, la pintura zenga, el teatro Nó, el ikebana o arreglo floral, el cha no yu o ceremonia del té, todo está impregnado de sabi, de belleza sencilla, natural, como una flecha lanzada al centro de la sensibilidad. Es un arte que no mueve los sentidos, conmueve, y lo hace buscando lo esencial en la simplicidad, en la serenidad. El artista oriental, sobre todo el artista zen, busca en el sabi el resultado de un ejercicio espiritual, de su particular meditación. Antes de pintar, escribir, preparar sus flores o su té, o lanzar la flecha, el practicante, el artista, medita, busca el silencio, la quietud, la verdadera naturaleza de su ser. Si es pintor se identifica con aquello que desea pintar, busca la unión espiritual, después olvida la técnica y deja la mano absolutamente libre que haga su trazo, de un solo gesto. Los artistas zen eliminan todo elemento superfluo, decorativo, precioso, valioso (por caro), todo eso no es sabi, no es sencillo, verdadero, honesto.

El hombre que aprecia el sabi en el arte y la vida, que practica y respeta sus reglas, es una persona modesta, aunque sea un gran maestro, es consciente de sus propios límites, de su pequeñez ante el universo, es una persona que desprecia tanto el éxito como el fracaso, que considera absurdo dar importancia a un yo que según el zen no existe como ente individual. Ese hombre es wabi. Es un gran maestro en la ciencia más difícil, la vida. Sabi, la simplicidad elegante y wabi, la humildad perfecta en el éxito, se unen para formar una cualidad humana que los japoneses llaman shibumi y que puede ser traducido como el arte de la perfecta comprensión, de la integración de los dos conceptos anteriores. Como dice Raymond Thomas, “es actuar en la vida de una forma natural en todas las circunstancias, sin miedo pero sin ostentación, con autoridad pero sin dominio, con modestia pero sin recato”.

Esta actitud vital se encuentra en la práctica de todas las artes zen, desde el tiro con arco al ikebana y, por supuesto, al sikantaza, al zazen, a la meditación. Actuar con shibumi parece la cosa más fácil y natural del mundo, pero obsérvese a sí mismo amigo lector: nuestros propios deseos, dudas, preferencias y rechazos impiden casi siempre una conducta tan profundamente noble.





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